lunes, 27 de septiembre de 2010

DE EQUIPO NO SE CAMBIA



A mi abuelo, Mario Mariscal Paredes.

Levantó el periódico que su abuelo había dejado encima de la cama y los ojos se le llenaron de dos colores: amarillo oro y negro. Vio las fotos de un par de danzarines que hacían acrobacias con una pelota entre medio de ellos; era una coreografía casi perfecta. El de la izquierda parecía llevarse la pelota, mientras que el de celeste porfiaba por no dejarle. El que vestía la casaca aurinegra era rubio, gordo, casi podría decirse teutón; quien forcejeaba con él, pelo café y figura delgada, pero fibrosa, el típico ejemplar caucásico. Siguió con la mirada a las letras que aparecían debajo: “Jorge Lattini se lleva el balón hacia el pórtico pese a la oposición de Ricardo Troncone”. Sonrió. Esos nombres le parecieron graciosos.
Desplegó la página encima de la cama. El titular a todo lo ancho decía: “El clásico fue para el Tigre”. Debajo, a un costado, se veía la foto de un equipo con las mismas casacas aurinegras. Le encantó. Empezó a mirar uno por uno a los doce que aparecían en esa imagen: 10 llevaban los colores que, supuso, servían para darle el apelativo porque eran los mismos del Shere Khan de El Libro de la Selva, cuyo disco tenía guardado junto con los de su mamá. Uno, moreno y gordito, llevaba una chompa roja y pantalones cortos negros, y estaba al borde derecho de la foto. En el otro extremo, con una polera blanca de manga corta y un buzo negro, un señor delgado que tenía entre los pies un maletín pequeño, parecido al que alguna vez había visto cargar a un plomero que vino a hacer refacciones en el baño de la casa.
El de la chompa roja tenía un cinto blanco a la mitad del brazo izquierdo. Algunos de los aurinegros estaban de pie, otros reclinados, de cuclillas. Tres de estos últimos tenían una pelota entre las piernas, y un cuarto la sujetaba con ambas manos, como apoyándose en ella. Debajo de la fotografía pudo leer: “La formación inicial del cuadro de Achumani”. Comenzó a leer la noticia, que daba cuenta de un partido de fútbol disputado en el Estadio “Olímpico”, cuando su abuelo retornó al cuarto. Con ojos brillosos e inquietos le preguntó quienes eran los de la fotografía.
-Es el Strongest –respondió su abuelo, encendiendo uno de sus sempiternos cigarrillos Derby con los caballitos corriendo en la cajetilla blanca y naranja.
-¿El qué? –volvió a preguntar.
Su abuelo sonrió y se sentó a su lado. “El Strongest”, repitió, y comenzó a explicarle sobre fútbol, los partidos clásicos y todo lo que implicaban, además de enseñarle la pronunciación correcta del nombre del club: “Di estronguest”. Quedó fascinado.
Esa tarde, cuando su abuelo iba para la pequeña empresa familiar de limpieza de ropa que tenían, se fue con él. Entró raudo a la sucursal donde todos lo conocían de memoria y empezó a hurgar en la pila de periódicos que había en un rincón. La encargada sonrío y le preguntó qué buscaba. “Fotos del Strongest”, replicó sin levantar la cabeza, mientras apartaba a un costado unas páginas donde había grandes fotos de dos jugadores haciendo malabarismos con el balón. “¿Eres del Tigre?”, volvió a preguntar ella. “¡Sí!”, contestó enfático mirándola. “Yo también”, comentó ella sonriéndole. Él volvió a lo suyo, logrando reunir unas doce fotos de distintos jugadores del plantel y dos, en blanco y negro, del equipo entero.
Sus tíos entraban en la adolescencia: 17 años el mayor, 15 el siguiente, 13 el benjamín. Uno de sus entretenimientos era el juego de fútbol con equipos confeccionados en tapacoronas de gaseosas. Él les mostró las fotos de The Strongest y les pidió que le ayudaran a hacer su propio equipo; incluso se había conseguido un montón de “tapitas” –como las llamaban en casa– de la amable señora de la tienda, en la casa contigua, quien prometió guardarle más de ahí en adelante.
Fueron días ajetreados: tijeras en mano (detestaba la que le daban, pequeña y forrada con un plástico amarillo que simulaba la silueta de un monito, y levantaba siempre la más grande, la que veía usar a su abuela para coser), cortando las fotos y los fondos, agregando los números y nombres, pegando todo –y pegándose los dedos íntegros, también– con “carpicola”, un pegamento blanco que le encantaba después irse sacando de las manos.
El hermano de su abuela, que vivía en Cochabamba y era un ex jugador de fútbol profesional, llegó por esos días de visita. La casualidad hizo que ese domingo volviera a jugarse un clásico, esta vez en el estadio de Tembladerani, propiedad del Bolívar. El tío, que tenía un carnet que le permitía el ingreso a cualquier estadio del país, le ofreció llevarlo. Fue el principio del verdadero amor. Al llegar, le impresionó la cantidad de gente aglomerada, pugnando por ingresar. Y los vendedores de recuerdos. El tío le compró una gorra con los colores de The Strongest, que decía “Tigre Campeón”.
Una vez adentro y cuando los jugadores saltaban a la cancha, empezó a reconocerlos uno a uno, ayudado también por el tío que tenía un receptor portátil de radio en la mano. Aunque era un partido entre rivales tradicionales, le gustó que estuvieran sentados casi lado a lado los de uno y otro plantel, sin peleas ni hechos violentos.
En un par de semanas tuvo a su equipo listo. Un arquero, confeccionado con dos tapacoronas pegadas entre sí con clefa y con la parte inferior de la tapa trasera abierta como una patita que servía para que el portero se parase y contuviera los remates de los jugadores rivales, ayudado además por el corcho y la moneda de 25 centavos de Peso boliviano que tenía debajo de los papeles con su imagen, número (un uno rojo que cortó de un calendario de escritorio) y nombre: “Luis Galarza”. No encontró por ningún lado la fotografía del segundo arquero ó suplente, pero no importaba; éste no se lesionaba como los de verdad y él se encargaría de que no fuera expulsado en ningún juego.
Y también hizo las imágenes de dieciséis jugadores, que logró reunir a duras penas consiguiendo incluso fotos botadas en la calle. Sus tíos le sugerían que pusiera la foto de algún jugador en blanco y negro, con la camiseta “coloreada” con marcadores, pero él quería todas las fotos en color y se empeñó por conseguirlas. Entre los jugadores, para los que había elegido las tapacoronas más redonditas, figuraban “Luis Iriondo”, “Juan Peña”, “Eduardo Angulo”, “Jorge Lattini”, “Ovidio Messa”, “Luis Bastida” y “W. Cañellas”.
El primer partido que jugó, contra su tío menor, fue The Strongest – Always Ready. Él hubiera querido un clásico, pero era imposible: nadie en la casa tenía ese equipo, pues los tíos eran todos stronguistas y habían preferido hacerse plantillas de Oriente Petrolero, Blooming, Guabirá, Wilstermann, Independiente Unificada, Stormers, Municipal y Always antes que de los odiados rivales. ¿El resultado? Un empate a dos goles, más por la benevolencia del tío que por méritos propios, había que reconocerlo. Pero ya el amor por el juego estaba instalado.
Un par de años más tarde emigró a Potosí, donde vivía en casa de unos primos. Ellos no conocían el fútbol con tapitas. Apenas pudo, consiguió fotos y los envició en la práctica. Una frazada, debidamente marcada como cancha de fútbol, dos arcos –podían ser improvisados, como cuando se jugaba con pelotas de trapo ó de plástico en la calle– en los respectivos extremos estrechos, una canica pequeña de vidrio y ya: se desencadenaban verdaderas batallas de once luchadores contra otros once, movidos cada plantel por un estratega que trataba siempre de ser el vencedor. Un cuadrangular jugado en La Paz en que intervinieron el Atlético de Madrid de Cano –¿qué hacía en esta parte del globo? En esas épocas no se hablaba de la famosa “altura” y los clubes emprendían giras intercontinentales–y el Talleres de Córdoba de Guibaudo –quien años más tarde sería portero del Blooming de Santa Cruz campeón nacional– les ayudó para que sus partidos fueran “internacionales”.
De regreso en La Paz, recomenzó el cariño con el club. Cada vez que se podía iba con alguno de sus tíos a los partidos del “Tigre”, y cuando no podía estar en persona en el estadio ó se jugaba en el interior, seguía la transmisión por radio. Incluso una noche, cuando tenía como nueve años y estaba solo en casa, escuchando que las graderías miraflorinas estaban abarrotadas y que había la posibilidad de una transmisión televisiva en directo para el país, excepto La Paz por ser la sede del juego, se unió a las exhortaciones de los relatores, don Gróver y don Remberto Echavarría, pidiendo en un rezo inocente pero vehemente que la señal llegase también a los televisores paceños. Cuando comenzó el partido, con un estadio absolutamente lleno y miles de personas fuera según comentaban los hermanos potosinos por radio, él ya desesperaba: sus ruegos no eran atendidos por el Señor. Lanzaba una pelota de goma contra la pared y se lanzaba, emulando a Luis Galarza, encima de la cama, convertido en el guardameta de un pórtico imaginario que estaba a los pies del catre. De pronto, de reojo, advirtió que la señal del 7 (aún no habían proliferado las estaciones teledifusoras en Bolivia: en la sede de gobierno estaban el canal estatal, más conocido por su número identificatorio, y el universitario, pionero en la transmisión a colores) mostraba el campo que tan bien conocía y la disputa del balón en el sector central, cerca del círculo. Dejó su propio juego, se acomodó encima de la cama mirando a la pantalla de 14 pulgadas e íntimamente agradeció a la divinidad.
La adolescencia llegó asimismo con asistencias esporádicas, quizás porque las prioridades eran otras. Pero en todo momento trataba de estar al tanto de lo que ocurría con el Tigre: cambios en las planillas de jugadores, resultados de los juegos y renovaciones de los equipos construidos en tapacoronas, consiguiendo las fotografías actuales. Cuando estaba en la prepromoción uno de sus amigos tupiceños, donde viajaba cada fin de año a pasar las vacaciones, se presentó en La Paz para asistir al primer clásico por la Copa Libertadores, el torneo más antiguo entre clubes de distintos países en Sudamérica. El amigo era hincha del rival, pero eso no importaba. Vieron el juego desde el sector de la Recta General, acompañados por el papá de su amigo, con quien este había hecho el periplo. Al concluir la primera etapa el resultado estaba igualado, y al acabar el juego concluyo así, aunque un desatino del lungo arquero stronguista, Víctor Aragón, casi ocasiona que terminasen ganando los celestes. Su amigo le molestó durante todo el retorno hasta el hostal donde se alojaban, pero no importaba porque habría una revancha en la que él confiaba sus esperanzas y, además, había acabado sin apertura del tanteador. El paso por la universidad terminó confirmando la ausencia en la grada, aunque trataba de ir a los clásicos –hasta que un amigo suyo misteriosamente falleció luego de asistir a uno, en que los “cholis” habían ganado– y a los pocos partidos internacionales que el club disputó mientras duró su formación profesional, que le llevó por nuevos y diferentes rumbos.
Cuando el equipo celebraba sus 90 años empezó a ejercer la práctica periodística. El salario le permitió comprarse su primera camiseta original, conmemorativa además del nonagenario. Un año antes había adquirido un par de gorras: una del poderoso y otra del rival, para su padre que fallecería antes de concluir esa gestión producto del cáncer, pero al menos sirvió para alegrarle los últimos días. La adquisición de la polera y la economía autogestionaria le ayudaron, poco a poco, a retomar el hábito de asistir a los partidos, bien acompañado de amigos de la universidad o de su hermano, casi 14 años menor que él. Casi por la misma época termino de afianzar el hábito: sentarse siempre en la Bandeja Alta de la Curva Sur, sin importar las condiciones climáticas, casi detrás del pórtico de ese lugar. Incluso la única vez que adquirió un abono para las Eliminatorias –en las previas al Mundial Corea Japón 2002– privilegió el mismo sitial.
Desde esa altura tenía una perspectiva particular del campo de juego, que le permitía visualizar todo de un solo golpe de vista, incluidas las casamatas de los reemplazos, donde siempre sucedían cosas simpáticas para el recuerdo: gritos de los adiestradores, las calistenias colectivas cuando mandaban a calentar a toda la banca –por lo usual alrededor de los 35 minutos de juego–, el trabajo de los colegas denominados “Puesto Dos” detrás de las casamatas y por medio de intercomunicadores que les permitían salir al éter durante las transmisiones radiales, etc. No existió un análisis previo pormenorizado de dónde sentarse: las circunstancias hicieron que ese lugar fuera integrado a los rituales típicos de cada jornada en el estadio.
A la que lleva en la parte izquierda del pecho la leyenda “90 años”, fabricada por una empresa argentina multinacional, siguieron con los años otras camisetas, siempre originales, compradas por lo usual al inicio de la temporada para identificarse más con los jugadores que saltaban a defender los colores amados en la grama. Durante varios años una empresa nacional tuvo la preferencia en la selección de los dirigentes de turno al momento de dirimir quiénes vestirían al primer plantel –como dicen los periodistas– y, por consiguiente, era sencillo acercarse a una de sus tiendas y adquirir la prenda, alguna vez doble y hasta triple porque se animaba a comprarles la réplica a su hermano y a uno de los primos.
“¿Ya te estás disfrazando?”, preguntaba con alegre sorna el abuelo cuando le veía realizar sus rituales previos a cada partido: elección de cada prenda –polera manga corta si se trataba de un juego diurno; manga larga e incluso de cuello de tortuga si era por la noche (además de la bufanda con los colores amados, que se compraba en la puerta del estadio); calcetines con el escudo de The Strongest dibujado en el borde superior; unos pantalones negros (jeanes, de corderoy o de buzo deportivo, según el clima y la disposición anímica, o la trascendencia del rival, para ser más justos); calzoncillos con el color de la casaca del oponente (siempre celestes para un clásico, aunque no fuese a ir al estadio porque los locales de recaudación eran los de la orilla opuesta); la polera del equipo correspondiente a esa gestión, alguna chamarra si el caso ameritaba y la infaltable gorra aurinegra, que también renovaba cada cierto tiempo.
Las cábalas no quedaban ahí. También incluían un buen duchazo, una comida rica en carbohidratos (fideos, casi siempre solicitaba comer fideos en día de partido) y, ya en el estadio, una tradicional “patita” –fritura rebosada de estos miembros del cerdo–, sobretodo si el equipo demoraba en abrir el tanteador ó estaba perdiendo. Se volvieron una especie de mantra silencioso y estomacal. Incluso, en juegos internacionales, prefería consumir el popular relleno antes de que se iniciase el partido, como una señal de buen augurio similar, en cierto modo, a la persignación que muchos jugadores hacen al momento de ingresar al terreno de brega. Más de una vez se puso histérico en los entretiempos porque las vendedoras de la fritura no aparecían por ningún lado ó, lo que era todavía peor, habían agotado sus provisiones con la gran asistencia de espectadores. En momentos como esos, tal vez inconscientemente, volvía a acordarse del ruego inocente a la divinidad en su niñez pero, como diría Benedetti, la otitis suprema parecía haberse hecho crónica con los años.
En el periódico donde comenzó a fungir como redactor, el desaparecido matutino (vespertino en sus inicios) Última Hora, habían como en todas partes del país hinchas de su equipo y del rival; en cierto modo, como recoge cualquier reseña del fútbol boliviano, la población podía dividirse entre los simpatizantes –declarados y disimulados– de la aurinegra ó la celeste. Estos últimos solían molestarle cuando le veían sentado en su cubículo con todo el “disfraz”, contando los minutos para largarse al templo miraflorino; las pullas se incrementaban, por supuesto, cuando la campaña del equipo no era de las mejores –algo bastante recurrente, pues el último título obtenido, incluso acoplado a uno de los cánticos de la barra, era de 1993.
En una de esas discusiones con los simpatizantes del rival –tan eufóricos y fanáticos como él al defender a su divisa– acuñó la inmortal frase: “De equipo no se cambia”, réplica a las insistencias para que se pasara a la vereda opuesta o cambiase de plantel. Y fundamentaba: “Se cambia de pareja, de religión, de auto, de casa, de estilo en la vestimenta, de hábitos alimenticios si quieres… pero de equipo jamás. Uno nace Tigre y muere Tigre”. Tamaña respuesta solía, casi siempre, dejar callado al más pintiparado de los insidiosos. Y no era sólo una frase para salir del paso, sino un sentimiento que, al racionalizarlo, se dio cuenta estaba en lo más íntimo de sus entrañas y de las de todos sus familiares stronguistas.
Había muchos, como sus tíos, que por no vivir en La Paz o por los pésimos juegos –no sólo del equipo amado, sino en general de la denominada división profesional del fútbol local– ya no iban al estadio y ni siquiera escuchaban los partidos por radio. Si acaso, con suerte, se anoticiaban del resultado en los resúmenes de televisión u oteando un periódico. Los primos no terminaban de empaparse del amor futbolero o estaban asimismo fuera de la hoyada y trataban de subsanar las inasistencias en épocas de vacaciones, cuando la familia trataba de juntarse, pero eran pocos los juegos que alcanzaban a ver. Su hermano sí, había heredado casi las mismas manías: ropa específica y otras conjeturas para el buen desempeño del equipo. Incluso le reclamaba cuando por alguna circunstancia, como el frío que le arredraba entrar a la ducha para luego estar más de dos horas a la intemperie en la fría gradería o el apuro por comer lo que sea en la calle, rompía sus propias cábalas poniendo en potencial riesgo el resultado del juego.
Los dirigentes optaron por emular lo que se hace fuera del país e introdujeron la venta de abonos para toda la temporada, que él compraba casi con veneración apenas ponían a la venta. Un año de esos, como su economía era de subsistencia por la cesantía, aprovechó los contactos y se registró –por primera y única vez hasta ahora– como periodista acreditado para los partidos en La Paz. Una vez estuvo en la cancha (en un juego de Copa Libertadores en que aprovechó para pedirle una foto a uno de sus ídolos foráneos, que llegó con el equipo rival a llevarse un empate en la cada vez menos mítica altura paceña, algo que le dolió en el alma durante mucho tiempo pues sintió que había sido k’encha para el triunfo atigrado) y casi siempre optaba por irse al palco de prensa ó a la tribuna de Preferencia, aunque esta última le resulta incómoda porque los asientos son más bajos que en su amada Curva Sur, Bandeja Alta.
En el último tiempo la dirigencia, comandada por un abogado cristiano que de fútbol sabe tanto como de física cuántica o mantenimiento de motores de submarinos, se esforzaba por sumar traspiés uno seguido de otro. La estulticia con que actúan le ha vuelto a alejar de la cancha. Incluso, aunque es el año en que el poderoso celebra su primer siglo de vida –algo que él particularmente festejó con una bebediza inolvidable–, como señales de protesta no compró el abono para la gestión, es un declarado Némesis de los figurones que están ahí sólo para salir en las fotos del Centenario (como una clara movida para reinsertarse luego en la vida política del país, de la que provienen y a la que tornarán usando al club como un mero trampolín) e incluso ha creado un par de grupos en contra de sus desatinos e improvisaciones en una red social de la Internet.
Pero más allá de esas meras circunstancias coyunturales y momentáneas, que a él y a miles de hinchas del glorioso The Strongest le significan molestias y secreciones hepáticas, cada día está más convencido de su afirmación cuando le sugieren que deje al club de sus amores, sobre todo los mal llamados hinchas que creen todo en la vida deben ser puros éxitos y buenos ratos. Pueden pasar malos momentos, temporadas de resultados negativos e incluso, como ocurriera tres años antes de su nacimiento, que todo el plantel desaparezca en un accidente fatal, pero sabe que él será leal hasta su muerte. El jueves 9 de abril de 2003, al día siguiente de que el club cumpliera 95 años, con algunos vapores alcohólicos que le dieron el empujón final para decidirse a hacerlo, optó por reafirmar gráficamente su postulado. Fue a las oficinas de identificación y renovó su cédula de identidad haciéndose tomar la fotografía con la polera de The Strongest. Y es que, definitivamente, de equipo no se cambia.

(Publicado en HUARIKASAYA, CUENTOS STRONGUISTAS en 2008)

FOTO: MIRABOLIVIA.COM.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Cierre de la primera rueda (una visita complicada que termina con goleada. Craviotto, fuera de La Paz NO DAS UNA)



1. Domingo que debía ser de cuasi entera reclusión casera, leyendo, oteando a la teve de rato en rato y saliendo sólo para arengar a los compañeros en un campeonato de fútbol de salón. Pero al final salí a almorzar con la familia, no fui al partido de fútsal y llegué a casa con las justas para acomodarme a escuchar el juego en el Tahuichi.
2. Néstor Craviotto quiere cuidar los ataques aéreos y modifica su zaga. Partimos con Leonardo Díaz; Nelvin Soliz, Luis Palacios, Federico García y Rosauro Rivero; Luis Ribeiro, Hermann Soliz, Alejandro Chumacero y Percy Colque; Julián Di Cosmo y Pablo Vázquez (capitán). Los pitos nominados son Gery Vargas, Miguel Chambi y Bruno Martínez, todos de la capital de Pagador.
3. Con casi seis minutos de retraso se inicia el partido. Dicen los relatores de Marítima 99,9 FM que fue por aguardar al término de la transmisión televisiva del partido en La Paz –como si los hinchas que están viendo uno fueran a ir al otro. El primero atisbo de jugada de riesgo llega recién sobre los 12 minutos: centro de córner para el Tigre, sale mal Hugo Chila Suárez, cabecea Di Cosmo y la pelota se va afuera. Concluye el primero cuarto de hora y el juego centralizado no da para apuntar más jugadas atractivas.
4. Minuto 16, se proyecta por la derecha Nelvin Soliz y saca un remate que a duras penas Suárez contiene. Casi abrimos el marcador. Minuto 18, réplica fallida de Oriente: Miguel Colorado Hoyos centra y ninguno de los tres hombres cruzados en el área atigrada atina a empalmar; lo hace Jhasmany Campos, pero se va por encima del pórtico. Minuto 27, Joselito Vaca encara ante el área atigrada, Díaz sale y le achica el ángulo, obligándole a rematarla alta y afuera. Minuto 30, gol de Oriente. Campos ejecuta un tiro libre, la zaga atigrada que debía cuidar eso no reacciona, Danilo Peinado la pivotea y el capitán verdolaga Luis Gutiérrez decreta la apertura del marcador.
5. Minuto 38, Nelvin vuelve a proyectarse y saca un centro/remate buscando a Di Cosmo y Vázquez, pero el balón se cierra y casi se cuela en el pórtico. Minuto 40, sale muy mal el Chila –que vuelve a la titularidad después de varias fechas–, recibe la pelota Vázquez, peleando con el Colorado que está en el piso, el ariete del Tigre la manda adentro, pero el asistente anula todo por supuesta posición adelantada. El comentario de los relatores apunta dos cosas: Suárez no debió regresar en este partido y el delantero aurinegro no estaba en offside.
6. Minuto 47, Rodrigo Ramallo ingresa en lugar de Vázquez. Queda como capitán Luis Ribeiro. Minuto 52, segunda vez que Díaz salva un mano a mano con Vaca: Peinado se la pasa al centrocampista y este queda frente al portero que le cubre muy bien. Minuto 54, Thiago Leitao salta al campo reemplazando a Colque.
7. Minuto 61, gol de Oriente. Vaca llega de contraataque luego de un córner para el Tigre, centra y Campos empalma "con el parietal izquierdo” –dice el relator– ante una “salida tardía de Leonardo Díaz” –dice el comentarista. Minuto 62, Darwin Peña va a la cancha en lugar de Di Cosmo. ¿Podrá ayudar el Negro para al menos recuperar un punto? Minuto 64, centro y Gustavo Caamaño que empalma el balón hacia el fondo del arco; el asistente dice que hubo infracción y el tercero de los refineros se anula. Minuto 72, Leitao saca un remate que obliga a Suárez a salir del letargo. Un minuto más tarde, el petizo Nelvin centra y el Choco Chumacero no logra empalmar bien. Se hace emotivo el juego.
8. Minuto 79, llega Oriente de contragolpe: Jorge Ramírez recibe de Vaca, la cabecea hacia el piso y Díaz la despeja con la pierna. Un minuto más tarde, Campos la manda hasta la parte alta de la curva. Está más cerca ahora el tercero de los cruzados que el descuento de los rayados. Minuto 85, Fernando Saucedo saca un remate de distancia y Díaz la desvía al córner. Minuto 86, gol de Oriente. El Colorado Hoyos –Ley del ex– sella de cabeza (¿esta era la defensa que iba a protegernos del juego aéreo, Craviotto???) la goleada orientista. Minuto 90, gol de Oriente. Saucedo ejecuta un tiro libre, rebota en la cabeza de un defensor y descoloca al magistral Díaz (aunque evitó dos; démosle algún mérito).
9. Me pongo a ver el diferido del partido entre La Serena y Colo Colo esperando a que acabe el del Tahuichi. El DT Craviotto sella su CUARTA DERROTA fuera de La Paz –y ojo que presuntamente hoy su línea de defensa debía evitar los tantos que llegaran por arriba, pero dos de los cuatro fueron así– y se nos vienen además otras dos visitas en las fechas inmediatas. Estoy empezando a darle razón a mi amigo Ricardo Bajo, quien hace rato dijo que no tenemos equipo y que con la garra no basta para el campeonato. Craviotto –Graviotto le decían en el relato desde Santa Cruz– viaja a su tierra unos días y regresa el miércoles; ojalá llegue con ideas bien claras y definidas de lo que se debe hacer para que obtengamos el título. ¡PORQUERÍA DE REGALO NOS DIERON HOY LOS DEL EQUIPO A HORAS NADA MÁS DEL DÍA DEL HINCHA STRONGUISTA!!!
FOTO: AFKAPHOTOS.COM.